jueves, 25 de agosto de 2011

Toda historia comienza con un final. Por eso ella huyó. Se subió al tren con una sola maleta, y se sentó. Como siempre, al lado de la ventana. Ese pequeño trayecto le permitía pensar, dejar cosas atrás, observar y tirar adelante. Ella era Eva. Al igual que todo el mundo, tenía un pasado oscuro que la empujaba hacia ningún lugar, pero que la perseguía sin ton ni son. "Próxima parada: Torredembarra. Propera parada: Torredembarra." El vagón se tambaleó y la inercia del frenazo la echó ligeramente hacia delante. Llevaba ya unos veinte minutos de trayecto. Se acordó de que llevaba consigo a los Dire Straits y se puso los cascos para que la acompañaran un rato y le hicieran el viaje más llevadero. 

Eva era una chica con aura, de esas que conoces y te marca un antes y un después. Era víctima de sí misma, de la casualidad, de un par o tres de novios que no supieron quererla, víctima de sus temores, de un mundo que sin quererlo le iba en contra. Y ella estaba cansada de todo esto.
Cerrar los ojos y respirar. Y escuchar esos versos sólo le ayudaba a pensar en más. 
Y cómo siempre, en el momento menos oportuno, aparecen los fantasmas del pasado. Y le vienen caras, conversaciones, le llegan unas palabras, y se le hace un nudo en la garganta, se le encoje el corazón, le pica la nariz y le suben las lágrimas a socorrer los ojos. Y de repente, suena la campana del tren. Y en un instante, todo se desvanece. Y se da cuenta de que, sin quererlo, está yendo hacia delante, que su voluntad está allí, y vence todo lo que se le ponga por delante. Esa es su vida y tiene derecho a vivirla a su gusto. Sólo tiene que permitírselo a si misma y echar a los malos espíritus de su cabeza.
La del 87 fue una mala cosecha, pero de lo malo siempre sale algo bueno. Y ella se quedaba con eso. A pesar de todo, lo que a uno le queda es a si mismo y sus momentos, es su soledad, y sin ella, Eva no era nadie. Quería una vida nueva y estaba segura de que iba a llegar pronto. Y como dice el proverbio... "Después de la tormenta siempre llega la calma".

Un mar azul profundo, azul intenso, más que el cielo, que se dibujaba límpido encima suyo, sin rastro de nubes. Sólo algunas gaviotas hambrientas, de esas que picotean sardinas despistadas, de esas que se asoman entre ola y ola. Y un velero bergantín que se mantiene encima, como sujeto a una fuerza magnética, pero que en realidad es el viento, que llena de valor sus velas blancas y lo mantiene tieso, equilibrado por un mástil que parece que baila vestido de marfil como si fuera el que se supone que tiene que ser el día más feliz de su vida.

Y ella observa a sus acompañantes viajeros y se pregunta cuántas veces decidirá el destino juntarles de nuevo, en otro tren, otro bar, o quién sabe dónde.
Y recuerda, de bote pronto, unas palabras de un sabio (o eso creía ser) que se hacía llamar el Ninja.
Y le dijo: "Tú tienes un don. Tú tienes mirada de ajedrecista, y puedo ver en tus ojos que te amarán mucho". Y era verdad, tenía un don, y derrochaba amor allá por donde pasaba. Pero el dolor que sentía dentro le impedía impregnarse de ese amor y disfrutar de él.

Ya está. A lo lejos se dibujaba imponente y elegante esa torre, en lo alto de la montaña. Y Eva piensa que siempre está allí. Preside la ciudad condal y está por encima de todo lo que se le ponga por delante. Cuida todos los momentos del mundo y sin embargo parece que para ella, el tiempo, no pasa,...
Y eso es lo que a ella le gustaría. Que el tiempo se detuviera, que el tiempo tampoco pasara para ella. Le gustaría poder detener el tiempo y así jugara a su favor, hacer todo aquello que en su momento dejó pasar y olvidarse del resto.

Y ese era su gran problema: nunca quiso dejar escapar ningún tren, y eso era imposible, había que elegir, y al fin y al cabo eran esas elecciones las que hacían que esos mismos caminos se entrecruzaran. Ese mismo día sin apenas darse cuenta, ella cogió el tren. Y eso supuso su elección. Y si no se hubiera subido a ese tren... nunca se hubiera dado cuenta de lo que es capaz la mente humana.

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